viernes, 4 de febrero de 2011

La ciencia señala al ser humano como «envidioso por naturaleza»

Para el catedrático Antonio Cabrales, la envidia está «codificada en los genes», entendiendo ésta como la «aversión a la desigualdad» que lleva a las personas a guiarse no sólo por su beneficio, sino también a tomar decisiones por comparación con los demás.

Lo que la Biblia llama pecado original, aquel con el que nacemos, la ciencia económica lo interpreta como inherente al ser humano. En definitiva, la consecuencia es la misma (aunque no la solución ni el motivo). Así, hay «poderosas razones evolutivas» para que las personas sean envidiosas por naturaleza, según el catedrático del Departamento de Economía de la Universidad Carlos III de Madrid (UC3M) Antonio Cabrales. A través del uso de técnicas experimentales en Economía, el Catedrático analiza el concepto de la envidia y su repercusión económica en las empresas.

De los resultados del estudio se extrae que, a la hora de tomar decisiones, las personas no sólo se guían por su propio beneficio, sino también «por las ganancias materiales que pueden tener otros individuos de su red social», es decir, «por envidia». «Los individuos están dispuestos a gastar recursos de todo tipo (monetarios, de esfuerzo…) con tal de reducir las diferencias de bienestar material respecto a otras personas», asegura Cabrales.

Por eso, según este análisis, la envidia es el resultado de una competición por unos recursos limitados y nace porque los beneficios que se obtienen en el trabajo «se utilizan después en algún tipo de conflicto interpersonal, como a la hora de obtener la mejor pareja o la dominancia en el rebaño».
En este sentido, para el ser humano «la victoria no solamente depende de tener mucho, sino de tener más que el otro», algo que Cabrales considera necesario corregir a través de la educación y la formación para evitar consecuencias «nefastas» para el individuo y el grupo. En el ámbito de las empresas, la envidia puede observarse principalmente en las promociones internas y los abanicos salariales de los trabajadores.

Para la realización de este estudio, que es principalmente teórico, se han empleado técnicas de teoría de juegos aplicadas a los problemas de decisión interpersonal e intertemporal planteados. También se ha llevado a cabo una parte experimental para analizar los efectos de la envidia en sujetos reales, en la que se reunió a un grupo de estudiantes de grado en un laboratorio informático para que tomaran decisiones que tenían efectos monetarios concretos sobre ellos y simultáneamente sobre otras personas.

Por último, la investigación ha profundizado en el análisis de datos utilizados en los mercados laborales para tratar de discernir cómo afecta la envidia a diversas variables contractuales, salariales, movimientos entre empresas, etc.
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BENNY HINN SE DIVORCIA

La esposa del tele-evangelista Benny Hinn ha solicitado el divorcio tras más de 30 años de matrimonio.
Suzanne Hinn presentó la documentación en la corte del condado de Orange, California, el 1° de Febrero citando diferencias irreconciliables.
Los papeles agregan que ambos se separaron en 26 de Enero.
“El pastor Benny Hinn y su familia inmediata estaban consternados y entristecidos de conocer esta noticia sin previo aviso”, dijo el Ministerio Benny Hinn el Jueves en una declaración.
“Aunque el pastor Hinn ha trabajado fielmente en traer sanidad a su relación, esos esfuerzos fallaron al presentarse la petición de divorcio”, agrega el comunicado.
La pareja se casó en 1979 y tiene tres hijas y un varón.
Oficiales de la Iglesia dijeron que el ministerio pide oraciones y apoyo para el Pastor Hinn y su familia mientras atraviesan esta difícil situación.
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miércoles, 26 de enero de 2011

Años contados, camino sin retorno

by: José M. Martínez

«Los años contados vendrán, y yo iré por el camino de donde no volveré» (Job. 16:22)

El inicio de un año nuevo es un momento adecuado para reflexionar sobre el sentido de nuestra vida. Las palabras de Job pueden ayudarnos en esta reflexión por cuanto expresan una verdad tan solemne como irrefutable: todo ser humano está sujeto al fin que tanto nos arredra. El paso del tiempo nos enfrenta con el significado más profundo de la existencia.

Veamos algunas de las realidades del curso de nuestra vida:

Llevados por la corriente del tiempo

Agustín de Hipona decía acerca del tiempo: «Cuando no me peguntan qué es, lo sé; cuando me lo preguntan, no lo sé». Probablemente tenía razón. Desde el punto de vista objetivo, el tiempo es una sucesión de horas, días, meses, años... Subjetivamente es un contenedor en el que se acumulan infinidad de recuerdos y experiencias, de anhelos y esfuerzos. De ahí que la medición cronológica del tiempo no se corresponda con la impresión que produce en nosotros. Una hora de placer intenso puede parecernos un segundo, mientras que una hora de sufrimiento nos parece un año. De ahí la tremenda importancia del modo como usamos uno de los más preciados dones de Dios. Es incomprensible que algunas personas hablen de «matar» el tiempo.

El concepto más enriquecedor del término «tiempo» lo encontramos en el vocablo griego «kairós», usado en la versión original del Nuevo Testamento. Su significado es el de momento adecuado, oportunidad idónea. Con ese sentido lo hallamos en varios textos del NT. He aquí algunos ejemplos:

«El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios se ha acercado» (Mr. 1:15)

«Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora en que el Hijo del Hombre ha de venir.» (Mt. 25:13)

Este concepto tiene una implicación hermosa para los creyentes que es a la vez un privilegio y un deber: necesitamos estar alerta para reconocer lo que el tiempo-kairós puede depararnos en cuanto a oportunidades de servicio cristiano, y de nuestra relación con Dios. En este sentido hemos de tener en cuenta que el plan del Señor puede sernos mostrado de dos modos muy diferenciados: como pasión y como acción. Es como si el tiempo se nos presentara revestido de dos colores. Unas veces, el color de la pasión, es decir, de la prueba. Otras veces, de la acción. Dicho de otro modo, en nuestra vida hay tiempo para sufrir y tiempo para trabajar en el servicio del Señor; todo, en el fondo, fuente de bendición.

Muchas personas perciben el paso del tiempo como algo tan veloz que lo comparan a un caballo desbocado. A la luz de esta ilustración, podemos tener dos actitudes posibles hacia el tiempo:

Una actitud pasiva

El tiempo cabalga sobre nosotros. Ello nos lleva a aguantar lo que nos traiga el paso de los días y los años en una postura más propia del estoicismo que de la enseñanza bíblica. Con esta actitud no somos nosotros quienes administramos y controlamos el tiempo -ver Ef. 5:16- sino que devenimos simples caballos llevados por el caprichoso jinete del tiempo.

Una actitud activa

Nosotros cabalgamos sobre el tiempo. El jinete que lleva las riendas soy yo, buscando siempre el camino -el trayecto existencial- que Dios me va enseñando. De este modo procuro que mi vida se haga productiva en todos los órdenes; que en cada periodo se vaya cumpliendo lo planeado por Dios de acuerdo con Ef. 2:10: «...creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas». En este sentido nos sirve de ejemplo lo dicho por Jesús en su oración intercesoria: «He llevado a término la obra que me diste que hiciera» (Jn. 17:4). ¿Podremos decir lo mismo cada uno de nosotros? Que Dios nos ayude a ser buenos jinetes de nuestro tiempo en este año nuevo.

La limitación de nuestro tiempo en la tierra

«Los años contados vendrán...». Todos nuestros años en esta tierra están determinados por Dios y nadie aparte de él puede alargar su curso. Asimismo nadie ni nada puede acortarlo. Ninguna enfermedad, ningún accidente, ninguna agresión. El creyente, confiando en la soberanía amorosa de Dios, alza sus ojos al cielo y dice: «En tu mano están mis tiempos» (Sal. 31:15). Es cierto que nadie puede librarnos de la muerte (Heb. 9:27); pero Dios puede regular -y regula- todas las circunstancias de la vida humana y de su partida. Es de sabios reflexionar con serenidad en torno a las cuestiones de la vida y del «más allá». Platón decía que «la filosofía es una meditación sobre la muerte»; pero deberíamos añadir: «y sobre la vida».

Situémonos imaginariamente en esa hora final que nos espera y hagamos repaso de nuestra vida en el pasado. Cada uno de nosotros debe autoexaminarse y peguntarse con honestidad por su calidad como esposo o esposa, como padre o madre, como compañero en el seno de las sociedad, como miembro de una iglesia. A nivel cristiano, ¿cómo he vivido mi fe, con qué criterios morales? ¿A cuántos de mis hermanos he hecho bien, con mis palabras o con mis actos? ¿En qué forma de servicio me he ocupado? ¿A cuántas personas he guiado a Cristo? ¿He sido siervo bueno y fiel o malo y negligente?

Las consideraciones precedentes necesariamente nos conducen a la sobriedad en la estimación de nuestros logros y éxitos en la vida. Llegamos a la conclusión de que todos los bienes materiales, todos los títulos, todas las posiciones de honor, todos los placeres, todos los triunfos en nuestra carrera o profesión, todas las alabanzas humanas son como un sueño que se desvanece, vanidad de vanidades, por cuanto «nada hemos traído a este mundo y nada podremos llevarnos» (1 Ti. 6:7).

En cambio, el recuerdo de una vida de fe y amor –a semejanza de Jesús quien «anduvo haciendo bienes» (Hch. 10:38)- nos es fuente de satisfacción profunda en esta vida temporal y también en la vida eterna. Es un anticipo de la experiencia gloriosa al otro lado de la muerte. Por eso son «bienaventurados los que mueren en el Señor porque sus obras con ellos siguen» (Ap. 14:13).

En resumen, hay una sola pregunta decisiva: En este mundo ¿estoy viviendo para Dios y haciendo bienes a quienes me rodean o vivo egoístamente para mí mismo, usando lo mucho que Dios me ha dado para mi propio disfrute y ensalzamiento?

Camino sin retorno

«Pronto emprenderé el viaje por el camino de donde ya no volveré» (Job. 16:22 - Nueva Biblia Española)
Para la persona materialista y para el nihilista este viaje termina en el nicho o en polvo de ceniza. Tal era la idea del actor español Fernando Fernán Gómez en su libro Viaje a ninguna parte cuando escribía con rotundidad que «la vida es un viaje a la nada». Otros esperan alguna forma de supervivencia del alma en una reencarnación misteriosa tal como enseñan algunas religiones orientales. El cristiano, sin embargo, no cree en una mera inmortalidad del alma sino en la resurrección de toda la persona, incluido el cuerpo. Tiene la fe -«certeza de lo que se espera» (Heb. 11:1)- de que este viaje le lleva a «la casa del Padre» donde Cristo ha ido ya a preparar lugar (Jn. 14:1-3). Estaremos en el cielo juntamente con Cristo porque Cristo ha resucitado y con el mismo poder de su resurrección nos levantará a nosotros de entre los muertos (2 Co. 4:14).

A modo de conclusión hago mías estas hermosas palabras:
«A lo largo del río del tiempo
Nos deslizamos sobre su corriente imparable;
Mas pronto, muy pronto, veremos el fin.
Entonces flotaremos sobre el mar de la eternidad»
«Los años contados vendrán, y yo iré por el camino de donde no volveré» (Job. 16:22).
Y yo añado con gozo: «ni querré volver, porque estar con Cristo es mucho, muchísimo mejor» (Fil. 1:23).
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Un ateo se descubre

by: José M. Martínez
«Dios vuelve y amenaza nuestras libertades».
Con esta afirmación tremebunda, el escritor Michel Onfray, en «la contra» de La Vanguardia (17-01-2006), resume sus creencias religiosas. En su opinión, la fe es una «neurosis de Dios» a la que el hombre progresista debe combatir con la razón. Parece haber olvidado el testimonio de los muchos sabios que, como Blas Pascal, matemático, físico y filósofo eminente, han compaginado su saber científico con una fe cristiana sólida y profunda. Sin poder demostrarlo -no puede hacerlo-, afirma Onfray que «fe y razón son enemigos por naturaleza». Sus referencias a Freud no tienen en cuenta que las ideas del renombrado psiquiatra austriaco han sido superadas y en gran parte rechazadas. Y las referidas a textos bíblicos aparecen sin el rigor exegético que merecen, basadas en apriorismos injustificados, como el de atribuir a la finalidad de esos textos «servir a intereses políticos coyunturales».

Interpretaciones arbitrarias de la Biblia

Igualmente clara es la falta de objetividad de Onfray cuando sugiere que Dios bendijo la esclavitud, pues lo que realmente hizo Dios fue mitigar con sus leyes los rigores de ese estado. Esa lacra social no fue idea de Dios, sino fruto de la inhumanidad de los hombres. Y para evitar una crueldad desmedida en el maltrato de los esclavos, Dios dictó normas que ponían de relieve la dignidad de todo ser humano, incluido el esclavo, y el respeto debido a sus derechos naturales (Éx. 21:1-11; Lv. 25:39-43; Ef. 6:5-9). Algo más: ¿en qué texto bíblico basa Onfray su afirmación de que «Dios nos obligó a odiar nuestro cuerpo impuro»? El Dios de la Biblia no es un asceta, y si es verdad que condena el cuerpo como instrumento de injusticia, también ve en él la posibilidad -y la necesidad- de que se convierta en instrumento de moralidad y justicia (Ro. 6:12-13). Si prescindimos del rigor hermenéutico, a la Biblia podemos hacerle decir lo que nos plazca. A sus textos nos hemos de acercar no con tergiversaciones exegéticas, sino con el deseo sincero de oír a través de sus páginas la voz de Dios.

«Dios ha muerto»

Sin el menor recato, recurre Onfray a tópicos tan manidos como el de la «muerte de Dios»: «Dios no ha muerto, porque nadie puede matar a Dios, que como el unicornio o las sirenas no morirá porque no existe». Dios sí ha muerto, pero sólo en la mente de quienes le rechazan y se rebelan contra su autoridad asumiendo el grito de un ateísmo milenario: «Rompamos sus ligaduras y echemos de nosotros su yugo» (Sal. 2:3). Pero son millones las personas para las que Dios es una realidad que da sentido pleno a su vida.

Ateísmo batallador

Pese a todo, el ateo militante lucha por extirpar la idea de Dios de toda mente humana para implantar ¿qué? Veamos un ejemplo: el resultado del ateismo comunista en la Unión Soviética del siglo pasado fue una represión aterradora de toda forma de disidencia. Lo más destacado de sus triunfos fue el gulag, de tristísimo recuerdo. Algo parecido se ha visto en otros países dominados por la ideología marxista, donde los cristianos aún son perseguidos. Es verdad que muchos de los ateos de nuestros días están en desacuerdo con los métodos soviéticos de combatir la idea de Dios; pero el laicismo que propugnan está impregnado de intolerancia, y en la práctica recurren a armas condenables para triunfar sobre los creyentes. Harto frecuente es el uso de términos tan despectivos como hirientes: un cristiano comprometido, consecuente con su profesión de fe, es un fanático, un fundamentalista, un intolerable freno al progreso. Por tales «razones», hay que aislarlo y anular su influencia en la sociedad, ya que no es posible exterminarlo. Se ha puesto de moda la idea de que la fe debe relegarse al ámbito de lo privado, vedándole el acceso a toda forma de influir en la sociedad y orientar la cultura.

¿Y si los ateos están equivocados?

No entra en el propósito de este artículo una exposición apologética de argumentos favorables a la creencia en el Dios cristiano. Me limitaré a algunas consideraciones que no pueden ser desechadas a la ligera.
Nadie puede probar que Dios no existe, pues nadie ha podido escrutar todo el universo ni disponer de instrumentos adecuados para detectar la presencia del Ser supremo. Era pueril el «no» del astronauta ruso, Gagarin, cuando a su regreso de su vuelo orbital alrededor de la tierra alguien le preguntó si en algún momento había visto a Dios. «Dios es Espíritu» (Jn. 4:24) y sólo llegamos a conocerle a través de la revelación que en Cristo nos ha dejado él mismo (Jn. 11:25-27).
El cuadro tenebroso de un mundo sin Dios. Mentes privilegiadamente esclarecidas han contemplado ese cuadro. Y se han estremecido. Tal fue el caso de Pascal, quien en sus famosos «Pensamientos» presenta al hombre como un enigma desconcertante. En su opinión, el hombre es una contradicción en sí mismo. Es como nada en medio de un universo infinito que no llega a conocer plenamente. «¡Cuántos reinos nos desconocen! El silencio eterno de esos espacios infinitos me espanta». Sin Dios, el hombre queda reducido a la «miseria» en todos los órdenes: físico, mental y moral. Es dominado por el amor propio, el orgullo, la ambición. «El yo se hace el centro de todo». «La naturaleza del hombre es toda naturaleza, omne animal (toda animal)». Y añade Pascal a modo de conclusión: «Al ver la ceguera y la miseria del hombre, al contemplar el universo mudo y al hombre sin luz, abandonado a sí mismo y como extraviado en este rincón del universo, sin saber quién lo ha puesto ahí, qué ha venido a hacer, qué será de él cuando muera, incapaz de todo conocimiento, me sobrecoge un pavor comparable al de un hombre que hubiese sido llevado dormido a una isla desierta, donde se despierta sin saber dónde está y sin ver manera de salir». Ignorancia. Confusión. Temor. Tal es, por lo general, la situación de quien excluye a Dios de su vida. Más próximo a nosotros, Dostoievsky, sin entrar en detalles apologéticos, simplemente por razones morales, ve como imperativo el reconocimiento de la existencia de Dios, pues «si Dios no existe, todo nos está permitido». Tenía razón el poeta austriaco Nikolaus Lenau cuando decía: «Suprimid a Dios y se habrá hecho la noche en el alma humana».

¿Quién es el que realmente ha muerto?

Tras el fogonazo ateo de Nietzsche que amenazaba al hombre con ser eliminado y sustituido por el «super-hombre», filósofos existencialistas como Sartre y Camus han descrito de modo estremecedor el horizonte de la vida del hombre sin Dios: el absurdo, la nada. Y Karl Jaspers se vio impresionado por el tema del «naufragio» humano. No menos impresionados nos sentimos nosotros cuando vemos que el progreso científico y tecnológico, fuente de bienestar material, no va acompañado de progreso moral, sino más bien todo lo contrario. Como un lúcido pensador cristiano ha señalado, «el hombre moderno pensaba que librándose de Dios se había liberado de todo lo que le reprimía y embarazaba. Pero ha descubierto que al matar a Dios se ha matado a sí mismo.» (W.L. Craig)
La historia ha demostrado que, una vez eliminada la idea de Dios, el hombre carece de freno para controlar instintos brutales. El pastor evangélico rumano Richard Wurmbrand, cruelmente torturado en cárceles comunistas, dejó el siguiente testimonio: «La crueldad del ateísmo es difícil de creer cuando no se cree en el premio del bien y el castigo del mal. No hay limitación para el mal existente en las profundidades del alma humana... Los torturadores comunistas a menudo decían: "No hay Dios; no hay un más allá, ni un castigo del mal. Podemos hacer lo que nos plazca". He oído decir a uno de ellos: "Doy gracias a Dios, en el que no creo, porque he vivido hasta este momento en que puedo expresar todo el mal que hay en mi corazón"».

La gran liberación

No es la propugnada por Onfray: liberación de Dios por obra y gracia de la razón. Es la expuesta y ofrecida por Jesucristo: «Si vosotros permanecéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn. 8:31-32). ¿Libres de qué? Del «pecado», que equivale a decir ambición, orgullo, endiosamiento, odio, lujuria, insolidaridad, intolerancia. Jesús completó esa declaración al decir: «Todo aquel que practica el pecado es esclavo del pecado... Si el Hijo (de Dios) os liberta seréis verdaderamente libres» (Jn. 8:34-36).
Innumerables creyentes dan testimonio de los efectos de esa liberación. Han pasado de las tinieblas a la luz, de la muerte espiritual a la vida, de la vanidad, del vacío y el absurdo de una vida sin sentido a la plenitud de la vida en Cristo. En él culmina la revelación de Dios, el Dios que existe, ama al mundo (los ateos incluidos) y salva.
Dios no está volviendo, como afirma Onfray. Ni volverá. No se ha ido nunca.
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